3.5.12

Las batallas en el desierto


Hay líneas difíciles de trazar: entre el azul y el verde, por ejemplo. Sucede lo mismo con las novelas cortas y el cuento. ¿Dónde trazamos la línea? ¿Por qué razones? Si no explicamos las razones, nuestra decisión será arbitraria. Y creo que, a menos que hagamos una teoría un poco ridícula, así tendremos que proceder. En este caso, la línea será la que nuestro libre arbitrio escoja. A mi juicio, un cuento de 50 páginas deja de serlo. Así, Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco, que tiene más de 60 páginas, es una maravillosa novela corta, de amor, de hipocresía, de corrupción.
Empecemos desde la visión amplia, el entorno. El México en el que sucede la historia, es el de la clase media de la colonia Roma, que comenzaba a venirse abajo. Gobernaba Miguel Alemán; un gobierno, describe Carlos, el personaje principal, corrupto: “dicen que con la próxima tormenta estallará el canal del desagüe y anegará la capital. Qué importa, contestaba mi hermano, si bajo el régimen de Miguel Alemán ya vivimos hundidos en la mierda”. Y luego habla de cómo se vivía bajo el presidencialismo de aquella época, “Adulación pública, insaciable maledicencia privada”: hipocresía, ese era el rasgo de aquella clase media (y quizá sigue siéndolo).
Según lo que nos narra José Emilio Pacheco, la casa chica resultaba de lo más común. Jim, amigo de Carlos, era hijo de una hermosa mujer, Mariana, que era amante de un político muy cercano al presidente. Quien por cierto, recibía beneficios de esa amistad, “ganador de millones y millones a cada iniciativa del presidente: contratos por todas partes, terrenos en Acapulco, permisos de importación”.
La otra casa chica de la novela, es la del padre de Carlos, que tenía dos hijas con su secretaria. Y aún así, todos se horrorizan porque el niño se enamora de Mariana, y se escapa de la escuela para declararle su amor.
Cuando corre el rumor y llega a los oídos de la madre, lo mandan con el cura, con el psicólogo, incluso lo cambian de escuela; a la vez que el padre, sí, el que mantiene otra casa, afirma que su hijo no es normal. Así, reflexiona el narrador, “todos somos hipócritas, no podemos vernos y juzgarnos como vemos y juzgamos a los demás”. Y así, de refilón, Carlos toca uno de los puntos fundamentales de la ética: la imparcialidad, no podemos juzgar sólo desde nuestros intereses. Siempre tenemos que buscar un espacio para tomar decisiones que mire al bien común. Piensen en Rawls y su posición original; en Sen y el espectador imparcial, que toma de Smith.
Terminemos hablando del amor. Carlos dice: “el amor es una enfermedad en un mundo en el que lo único natural es el odio”. Y parece que tiene razón. El amor hacia los demás requiere esfuerzo y somos tan poco virtuosos, tan egoístas, que en general descartamos los esfuerzos que no implican un beneficio personal. Incluso amamos para no sentirnos solos. Habría que entender que el amor no se descubre, se inventa.
En campus

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