Con lo que más me importaba, el
futbol, fui supersticioso hasta los 13 años.
Cuando jugaba mi equipo (Brasil o los
Pumas), no podía ponerme su camiseta, era de mala suerte. Igual
perdían, y entonces revisaba todo lo que había hecho en el día,
para encontrar el acto causante de la derrota. Imagínense las
explicaciones que llegué a darme: “el reloj tiene que estar atrasado
dos minutos”; “ver partidos con las agujetas amarradas es mal
augurio”; “echarle pasitas al cereal pone el mundo contra Brasil”;
“no leer mi horóscopo carga los dados a favor de los rivales de
los universitarios”. Y así iba, haciendo y dejando de hacer, con
tal de que mis equipos ganaran.
Otras eran las cábalas los sábados
por la mañana, cuando yo era el que jugaba futbol. Por ejemplo, le
prohibí a mi madre desearme suerte; porque, curiosamente, era de
mala suerte. Y claro, a ella, que no le hallaba ningún sentido,
siempre se le olvidaba:
—Buena sue...
—Cállate mamá —me tapaba los
oídos.
Entonces, todo el camino a la cancha
me mentalizaba para atajar la mala suerte que me esperaba.
Otra superstición era que mi padre no
podía ver mis partidos, pero él me llevaba, así que le pedía que
se fuera allá, lejos. Pero al final, cuando volteaba, siempre lo
veía junto a la banda, apoyándome.
Y entonces, a los 13 años, llegaron
las mujeres, y con ellas, poco a poco, se acabaron las supersticiones
(es de mala suerte decir lo contrario).
Es difícil abandonar los credos, cuanto más el de la suerte. No será pecado llevarlo aún de compañía junto al silencio. Me evoca mucha ternura su texto Dr. Oliveira.
ResponderEliminarpero a mí se me hace que hoy desayunaste pasitas con cereal, Luis!! jajaja
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