1.6.11

Montaigne


Cuando hice la lista de los filósofos morales que tocaría en estos artículos, dudé si incluir o no a Montaigne; su caso es curioso, pues más que tener claramente una filosofía propia —si eso existe—, es un gran lector y un gran comentarista de sus lecturas, todo esto, por supuesto, lo hallamos en sus ensayos.
No quiero discutir la idea de la filosofía propia, yo creo que la tiene y pertenece a la escuela de los escépticos, de los filósofos que defienden la prudencia, las decisiones vitales a partir de la contingencia.
Montaigne tiene varios ensayos desde los cuales podríamos adentrarnos en su teoría moral y hablan de temas muy distintos. Escogí para este artículo uno que me parece muy bien escrito y que, además, nos mueve no sé si al desasosiego, pero sin duda a la reflexión: Que filosofar es prepararse para morir.
El ensayo lleva por nombre una idea de Cicerón y se basa sobre todo en el famoso poema de Lucrecio acerca de la muerte, es decir, se inscribe dentro de la filosofía de Epicuro, pues tanto Cicerón como Lucrecio son epicúreos. Ahora, si es así, ¿por qué después de escribir un artículo sobre Epicuro lo retomo a través de Montaigne? Porque me parece una clara muestra del Renacimiento y, además, es conmovedor y claro.
En éste, Montaigne sostiene lo siguiente: “la muerte es el objeto de nuestra carrera, el fin necesario de nuestras miras; si nos causa horror, ¿cómo es posible dar siquiera un paso sin fiebre ni tormentos?”. Es decir, ¿cómo podemos vivir y disfrutar la vida si todos los días tememos y sufrimos por nuestra muerte?
Así pues, dejemos de tenerle miedo, es la única manera de gozar nuestros días. Por eso, Montaigne propone, más que dejar de pensar en ella, tenerla presente todos los instantes de la vida: “para comenzar a desposeerla de su principal ventaja contra nosotros (la sorpresa), sigamos por el camino opuesto al normal. Quitémosle la extrañeza, habitúemonos, acostumbrémonos a ella. No pensemos en nada con tanta frecuencia como en la muerte”.
Y por ello, más adelante continúa con esta idea: “nunca sabemos dónde la muerte nos espera; esperémosla en todas partes”. Y nos cita ejemplos que al menos a mí me parecieron poéticos: los egipcios, nos dice, en el momento más elevado de sus banquetes y celebraciones sacaban un cadáver, se lo mostraban a los convidados y les decían: “bebe y alégrate, pues cuando mueras te parecerás 
a esto”.
Para Montaige, la vida no es en sí ni buena ni mala, depende de cómo la vivas y lo que hagas con ella: “la utilidad de vivir no reside en el tiempo, sino en la intensidad con que la vida se vive: hay quien vive lo suficiente viviendo pocos años”. En fin, para Montaigne, quien le enseña a un hombre a morir, le enseña también a vivir.
Todo esto no quiere decir que asumamos las muertes violentas como algo natural, no tengo duda que el fundamento mínimo del Estado es proteger nuestra vida, perfectamente podemos gritar como se hizo en la marcha nacional por la paz, citando a Jaime Sabines: “no debió morir”.
En realidad, el punto es que aceptemos la muerte como parte de la vida y vivamos intensamente sin estar acongojados por su final; bien dice Lucrecio que “los mortales se prestan entre ellos la vida y, como corredores (de una carrera de relevos), se pasan de mano en mano la antorcha de la vida”.
Para terminar, déjenme recomendarles la biografía que escribe Stefan Zweig sobre Montaigne, también los ensayos del francés, que se encuentran en español en múltiples ediciones. La próxima vez hablaremos de David Hume.

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