15.10.10

Universidad y justicia

No me cabe la menor duda de que la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) es, y así tiene que ser, parte fundamental del proyecto mexicano. Es decir, en que la UNAM realice con éxito su trabajo se basan muchas de las aspiraciones de justicia que fundan nuestro pacto social. Es, pues, una institución indispensable para la transformación de la realidad y por ello debemos verla como fuente de cambio y de esperanza y como sustento indispensable de un país menos desigual. Claro que hoy, a diferencia de hace 100 años, esto que digo se aplica a otras instituciones, pero la UNAM, por su tamaño y su historia, simboliza mejor que ninguna otra institución el espíritu de transformación social mediante el conocimiento.

Hay un discurso muy famoso que dio el entonces recién nombrado rector José Vasconcelos, del cual quiero traer a este texto varios fragmentos bien conocidos para marcar dos cosas: cómo Vasconcelos tenía muy claras estas ideas que menciono y su vigencia. Lo primero, para darle mérito y reconocer la visión del ex rector. Lo segundo, para señalar que si bien México cambió mucho en el siglo XX, hoy, al final de la primera década del siglo XXI, debemos reconocer que muchas injusticias siguen tristemente en pie, por lo que debemos refrendar la función y la importancia de la educación para desaparecer, ojalá a mediano plazo, la humillación, el dolor, la injusticia. Si no es para hacer hombres y mujeres mejores, preocupados por el resto: solidarios, razonables, tolerantes, no sé para qué educamos.

Cuando Vasconcelos llegó a la Rectoría de la UNAM, reconocía lo siguiente: “he revisado, por ejemplo, los programas de esta nuestra universidad, y he visto que aquí se enseña literatura francesa con tragedia raciniana inclusive y me hubiese envanecido de ello si no fuese porque en el corazón traigo impreso el espectáculo de los niños abandonados en los barrios de todas nuestras ciudades, de todas nuestras aldeas, niños que el Estado debiera alimentar y educar, reconociendo al hacerla el deber más elemental de una verdadera civilización”.

Claro que nada de malo tiene la literatura francesa, el problema es la injusticia, que el erudito y el hambriento convivan bajo el mismo cielo. Así, pues, Vasconcelos afirmaba: “por más que debo reconocer y reconozco la sabiduría de muchos de los señores profesores, no puedo dejar de creer que un Estado, cualquiera que él sea, que permite que subsista el contraste del absoluto desamparo con la sabiduría intensa o la riqueza extrema, es un Estado injusto, cruel y rematadamente bárbaro”.

Claro que oponía el ideal de civilización al desastre de la barbarie, términos que hoy difícilmente podríamos defender, como tampoco me veo en la posibilidad de aplaudir la raza cósmica. Son discriminatorios de la diferencia, unívocos, muy claros herederos de los ideales decimonónicos. Pero aquí traigo a colación a Vasconcelos no por estas nociones un tanto desfasadas, sino por su diagnóstico y por la idea que tenía de vincular sociedad y universidad: “la pobreza y la ignorancia son nuestros peores enemigos, y a nosotros nos toca resolver el problema de la ignorancia. Yo soy, en estos instantes, más que un nuevo rector que sucede a los anteriores, un delegado de la Revolución que no viene a buscar refugio para meditar en el ambiente tranquilo de las aulas”.
No, dice Vasconcelos, si él acude a la universidad es para invitar a su comunidad a que salga a luchar a su lado, “a que compartáis con nosotros las responsabilidades y los esfuerzos. En estos momentos yo no vengo a trabajar por la universidad, sino a pedir a la universidad que trabaje por el pueblo”.

Que la universidad sea parte de la Revolución y trabaje por el pueblo, en fin, que sea una de las piezas del gran vuelco histórico que ha de acabar con los menesterosos, los desesperanzados, los ignorantes, los pobres, de eso se trata, de usar el conocimiento en contra de la desigualdad. ¿Y quién mejor que la universidad y los universitarios para convertirse en un hito en el camino de la ciencia y el humanismo?: “el país ansía educarse: decidnos vosotros cuál es la mejor manera de educarlo. No permanezcáis apartados de nosotros, venid a fundiros en los anhelos populares, difundid vuestra ciencia en el alma de la nación”.

Y esto con una clara finalidad: “el fin capital de la educación es formar hombres capaces de bastarse a sí mismos y de emplear su energía sobrante en el bien de los demás”. Porque vaya que muchas voces lo repiten hasta el cansancio, sin oportunidades no hay razón para la civilidad, ¿cuál puede ser la motivación para respetar las reglas de un Estado que no me permite vivir tranquilo y realizarme? ¿Si no me basto a mí mismo, como dice Vasconcelos, por qué habré de ser respetuoso y solidario y razonable con los demás? Las ideas de equidad y justicia han de realizarse en la sociedad; de lo contrario son meras carcasas.

Sin embargo, cuando Vasconcelos llegó a la Rectoría de la universidad, el conocimiento que ahí se generaba no alcanzaba a esparcirse fuera de sus muros: “afirmo —dijo entonces— que esto es un desastre, pero no por eso juzgo a la universidad con rencor. Todo lo contrario; casi la amo, como se ama el destello de una esperanza insegura. La amo, pero no vengo a encerrarme en ella, sino a procurar que todos sus tesoros se derramen. Quiero el derroche de las ideas, porque la idea sólo en el derroche prospera”.  Y por ello se dedicó con ahínco, entre otras cosas, a distribuir libros clásicos y, ya desde la Secretaría de Educación Pública, a enviar profesores a los lugares más remotos, como “apóstoles del conocimiento”.

Hoy muchos de los sueños de Vasconcelos se han materializado, la UNAM tiene una vocación abierta, no es gratuito que Ciudad Universitaria carezca de muros, esto es un símbolo de su publicidad, que por supuesto tiene algunas consecuencias perversas, pero más perverso sería que la universidad del país se encerrara en sí misma, tras muros de miedo. Y más allá de símbolos como éste, para constatar su apertura y publicidad basta con ver sus museos de arte y de difusión de las ciencias, sus teatros, cines, salas de conciertos, la radio y la televisión que produce, su inmensa casa editorial que publica cientos de libros al año. Y el conocimiento que todos los días imparte a sus cientos de miles de estudiantes y la investigación que todos los días cambia la vida a las personas.
Así, pues, me parece que podemos afirmar con estas evidencias que hay una parte del proyecto de Vasconcelos y de la Revolución que la UNAM ha ido cumpliendo, pero la desigualdad, la pobreza, la falta de oportunidades y la ignorancia persisten. Si en algo ha fracasado México es en abatir la injusticia.

La UNAM, dije, es parte de un proyecto transformador, pero claro que no es la única pieza ni la de más impacto. Sin embargo, podría ser una pieza clave, apoyando proyectos para educar mejor, para hacer la vida más sustentable, para proponer cambios de todo tipo desde en la utilización y la captación del agua, hasta la reforma del Estado. Hoy es día para que la UNAM refrende su compromiso transformador, que trabaje para el pueblo, hoy diríamos para la sociedad, y para que la sociedad la escuche, la acompañe, entienda su importancia y la apoye. México puede ser un país mejor y, como bien señaló Vasconcelos, la universidad debe participar activamente: si no abatimos la ignorancia, tampoco terminaremos con el hambre y la injusticia. Universidad y justicia, no cabe duda, van de la mano. Quizá podría ser de otra manera, pero así construimos el proyecto.

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