3.5.10

Las virtudes (sexta parte o de la civilidad)

Después de hablar en los recientes cinco artículos sobre las virtudes en general y de unas cuantas en específico, hoy terminaré con esta serie hablando de una de las virtudes más importantes para la vida pública: la civilidad. Abordaré su definición desde tres puntos de vista, el de Aristóteles, el de Rawls y el del filósofo español José Rubio Carracedo.

Ahora, antes de hablar de civilidad, es necesario decir un par de cosas sobre la democracia, pues es en tal contexto que la virtud que nos ocupa es más importante.

La democracia, entre otras muchas cosas, requiere de un discurso público al que apelan los ciudadanos para explicarse sus conductas. Este discurso, o razón pública, es la base de justificación de la política: nada que no se pueda explicar desde ahí será legítimo.

Lo anterior es importante porque la civilidad es indispensable para la deliberación democrática; de hecho, dice Rubio Carracedo, “la deliberación democrática resulta imposible en ausencia de civilidad”. Esto lo entendemos más fácil si decimos que la civilidad es no sólo tener buenas maneras con las personas, sino sobre todo interesarse por el bien común, es decir, si los ciudadanos se desprecian a la vez que muestran desinterés por lo público, la deliberación democrática pierde sentido; si yo no creo que te pueda convencer con mis argumentos y tú tampoco lo crees posible, entonces para qué hablamos. John Rawls entiende la importancia de la civilidad y la lleva al nivel de decir que un pacto justo entre personas les exige cumplir con el deber moral de la civilidad, así lo dice: “puesto que el ejercicio del poder político mismo debe ser legítimo, el ideal de ciudadanía impone un deber moral, no legal, el deber de la civilidad, para poder explicarse unos a otros respecto de esas cuestiones fundamentales cómo las políticas y los principios por los que abogan pueden fundarse en los valores políticos de la razón pública”. El deber de civilidad también obliga moralmente a los ciudadanos a escuchar a los demás y a ser imparciales en el momento de decidir si las propuestas del resto son o no razonables. Gracias a este deber de civilidad los ciudadanos tendrían que ser capaces de explicarse unos a otros el fundamento de sus acciones de manera que resultara razonable esperar que los demás aceptaran tal fundamento por ser consistente con los intereses de todos, es decir, la libertad e igualdad de cada uno.

En el mismo sentido habla Aristóteles cuando en su Ética nicomáquea defiende la concordia: “se dice que unapolis está en concordia cuando los ciudadanos piensan lo mismo sobre lo que les conviene, eligen las mismas cosas y realizan lo que es de común interés”. Más adelante señala: “la concordia parece ser una amistad civil, como se dice, pues está relacionada con lo que conviene y con lo que afecta nuestra vida”.

Dicho esto, es bueno señalar que la civilidad es artificial, en contraposición a natural, es decir, la civilidad se construye históricamente y evoluciona, la civilidad de hoy no tiene por qué ser la misma que la de ayer y tiene, como ya señalábamos, dos niveles: el primero es el del buen trato con los otros, el segundo, y más importante, el interés por el bien público.

La discordia

Vivimos en la tierra del egoísmo y los cínicos —en la peor de sus acepciones—, que es justo donde la civilidad sucumbe. A pocos les importa el bien público y por ello tampoco la democracia como espacio de deliberación y toma de decisiones. En este sentido, el segundo nivel de la civilidad nos queda muy lejos. Pero, claro, no podemos esperar que sea distinto, si ni siquiera avanzamos en el más básico de sus niveles, el buen trato entre personas. En fin, debemos enseñar a ser virtuosos, por ahí está el camino de la igualdad, la libertad, la justicia y la democracia. Ojalá estos artículos de la virtud inspiren a más de uno.

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